Dicen que hablamos muy alto. Algunos, incluso, piensan que no hablamos sino que gritamos. La corresponsal mexicana Patricia Alvarado admite que, a veces, pedimos perdón, pero es “para arrebatarle la palabra al otro y seguir hablando”. Nos reprochan que escuchamos poco. O nada. “Cuando dos españoles se enfrentan están más pendientes de las palabras que van a utilizar en la réplica que en reflexionar sobre los argumentos que les están exponiendo”, opina el alemán Paul Ingendaay, del Frankfurter Allgemeine. “Ninguna autocrítica le sirve al español para cambiar”.
Aunque es más conocida como cuna de la papa, la sociedad inca también fue la civilización del maíz, cultivo conocido en el Perú desde, por lo menos, 1 200 años a.C. Los antiguos agricultores peruanos lograron sofisticación en la selección y creación de nuevas variedades adaptables a los diversos espacios geográficos y climáticos. Al respecto, el cronista Bernabé Cobo cuenta que en el antiguo Perú se hallaba maíz, llamado choclo, de todos los colores: blanco, amarillo morado, negro colorado y mezclado. Hoy en día, en ese país se cultivan más de 55 variedades de la popular mazorca, más que en ningún otro lugar del mundo. En los Comentarios Reales de los Incas, Garcilaso de la Vega nos ilustra sobre los hábitos alimenticios incaicos relatando que uno de los pilares de la alimentación era el maíz y que lo comían tostado o cocinado en agua. En ocasiones solemnes molían los granos para hacer un pan llamado humita. Al maíz tostado se le denominaba como aún se le llama hoy: cancha, antecesora de las palomitas.
La xenofobia es una lacra que se resiste como el peor de los cánceres a lo largo de las últimas décadas, al punto que el escritor portugués José Saramago se llegó a preguntar: “¿Cómo ha sido posible encontrarnos con esta plaga de vuelta, después de haberla creído extinta para siempre, en qué mundo terrible estamos finalmente viviendo, cuando tanto habíamos creído haber progresado en la cultura, civilización, derechos humanos y otras prebendas…?” Qué hacer para mitigar ésta desesperada y abominable situación, es la clave que nos debe preocupar de forma urgente en la sociedad, ya que el sistema global económico y político parece algo mucho más complejo de cambiar a corto o medio plazo. La solución – en el sentir más extendido entre de la masa social pensante europea – pasa por la educación. La educación ha de orientarse hacia el fomento de la interdependencia y la cooperación entre los pueblos para favorecer la universalidad, el reconocimiento recíproco de las culturas y una síntesis sociocultural nueva. Dicho de otra manera, es preciso promover la idea de la diversidad cultural, la igual validez de todas las culturas, el interés por otras formas de ver el mundo como fuente de enriquecimiento personal y social y la presentación de la sociedad multicultural como la sociedad del futuro (Gabino y Escribano, 1990).
Dicen que Tita era tan sensible que desde que estaba en el vientre de mi bisabuela lloraba y lloraba cuando ésta picaba cebolla; su llanto era tan fuerte que Nacha, la cocinera de la casa, que era medio sorda, lo escuchaba sin esforzarse. Un día los sollozos fueron tan fuertes que provocaron que el parto se adelantara. Y sin que mi bisabuela pudiera decir ni pío, Tita arribó a este mundo prematuramente, sobre la mesa de la cocina, entre los olores de una sopa de fideos que estaba cocinando, los del tomillo, el laurel, el cilantro, el de la leche hervida, el de los ajos y, por supuesto, el de la cebolla. Como se imaginarán, la consabida nalgada no fue necesaria, pues Tita nació llorando de antemano, tal vez porque ella sabía que su oráculo determinaba que en esta vida le estaba negado el matrimonio. Contaba Nacha que Tita fue literalmente empujada a este mundo por un torrente impresionante de lágrimas que se desbordaron sobre la mesa y el piso de la cocina.
ESQUIVEL, L. Como agua para chocolate. Buenos Aires: Debolsillo, 2005.